Mi, no sé cómo llamarlo
porque no era amigo, no había dado tiempo, ni dio, para
considerarnos así, en fin, aquel chico que había conocido ese mismo
mes y al que veía alguna tarde al encontrarnos por ahí, bueno, mi extraño amigo y yo hablábamos un poco de todo, de
las preferencias en esto y en aquello, de los hobbys, en definitiva,
de las cosas que se hablan en la adolescencia (y también después).
Me dijo que una de sus
aficiones era el alpinismo, y entonces me contó que una vez al
anochecer, con la noche que amenazaba ya del todo y en mitad de la
montaña, se vio en un aprieto terrible. Ya antes, otro día, me
había dicho que era ateo con frialdad y orgullo. No es que me
extrañara yo del ateísmo, no, pero yo entonces era muy creyente, no
muy católica, pero sí bastante cristiana, sin entenderlo mucho (ni
poco) creía en la Trinidad.
Bueno, pues me confesó
que ese día, en un momento que estaba cerca del vacío, en un
momento al borde de algo, en el que supo y sintió que su vida
peligraba, pues que creyó en Dios: “¡Vaya si se cree en Dios ahí
arriba cuando te ves en una de esas, ahí arriba no eres ateo!”
exclamó en un tono de excitación total como si se estuviera viendo
en aquella situación en ese mismo instante. Yo lo escuchaba con
atención, nunca me había visto en un trance así. Esto sí que me
impresionó. Y ni rastro de aquella orgullosa frialdad.
Pues yo no me vi en una
situación como esa hace un poco de tiempo pero sí que tuve mis
cosillas con el Cielo.
Estábamos en el avión.
Llevaba retraso, por fin accedimos al aparato. Íbamos muy cansadas
las dos, pero por lo menos ya estábamos allí sentadas, ya no era
cosa nuestra.
Pues no despegaba, allí
estaba parado, calentaba motores pero poco, y así bastante rato. Se
desplazó finalmente, se tiró otro tiempo en este segundo lugar;
volvió a desplazarse, ésta vez se dirigió ya hacia su pista de
despegue. Bueno, transcurrió entre media hora y tres cuartos de
hora. Yo quería relajarme ya, que despegara de una vez. Pues me fui
poniendo nerviosa, ya lo estaba de antes, en realidad había dormido
tres horas y el día había sido una locura, qué digo el día, el
mes entero. Pues el cansancio no ayudaba así que en aquel retraso me
dio tiempo a ponerme nerviosa, no mucho, pero al final ya sí, y
notaba que Violeta también estaba impaciente. También era de noche.
Pues visto y no visto, el
avión, en muy muy poco tiempo, realmente repentina y bruscamente,
pasó de la quietud desesperante a los ruidos y movimientos propios
del despegue que fueron muy rápidos y muy estruendosos, y casi en
nada de tiempo nos vi ya a punto de dejar el suelo, la tierra, y el
aparato comenzó a ascender y entonces me sorprendí a mí misma en
una plegaria, me sorprendí implorándole al Cielo “Déjame volver,
quiero volver, déjame volver”.
El avión pronto estuvo
arriba, y luego vendría el océano. “Mejor no pensarlo”, me
dije.
Me gusta despegar, me da
un poco de yuyu pero me gusta despegar, lo que no me vuelve loca son
los aterrizajes, no, no me entusiasman. No pensé mucho más en esto,
recuerdo decirme a mí misma todo de eso de que las estadísticas en
los aviones son fantásticas y también decirme, intentando acallarlo
pero que se oía, vaya que si: “sí, pero ésta puede ser la
excepción... espero que nos joroben... venga anda, tranquilízate”.
Bueno.
El vuelo transcurrió y
fue movidito, con sus turbulencias. Vale.
Y luego amaneció
Y después lo demás.