- El puente
de San José podríamos aprovecharlo e ir a alguna parte - dijo algún
yoni.
Quien fuera
tenía pensado Dublín.
- Entonces,
¿Irlanda?
Cogimos el avión desde San Javier, estaba todo lleno de
giris .
Aterrizamos.
Y nos fuimos a dar una vuelta.
Y allí
había un lío de mil demonios.
Verde: la gente vestía de verde, iba pintada de verde,
los adornos eran verdes, aquello era una gran masa verde.
Era la festividad de St. Patrick, y yo no sé los demás,
pero me parece que estaban igual de atontados y alucinados que yo,
que yo supiera nadie sabía que nos íbamos a encontrar con aquello,
pero así fue: ríadas y ríadas de gente y tréboles por todas
partes, un follón de miedo.
Pues nos apuntamos, despistados y atontados pero nos
apuntamos, o nos apuntaban, las dos cosas, porque allí te paraban y
te tatuaban un trébol o te pintaban la cara en menos que canta un
gallo.
El escándalo
era muy considerable, en algunos momentos magnífico: sonidos de
todas clases por aquí y por allá yuxtaponiéndose y fundiéndose:
una carroza llevaba una música, y la siguiente, otra, y a todo
volumen, a todo, y no te daba tiempo a discriminar. Estaba muy bien.
Pasamos por bastantes establecimientos abiertos, los
extranjeros comprábamos recuerdos.
-
¿A dónde vas?
-
A la tienda esa, me apetece tener una camisesta.
-
¿De esas de souvenir?
- Pues sí.
Y me compré una camiseta de Leprechaun y tréboles.
Y llegó la noche y nos fuimos al albergue.
Entonces las tres fumábamos y nos salíamos fuera a la
puerta a fumar un cigarro, y ¡qué frío hacía! ¡qué frío!
Tiritábamos, pero todo fuera por echar un cigarro, que no sólo es
nicotina, sino pararte un poco, no sé muy bien a qué, sola o con
compañía.
El
lugar era bonito, había mucha madera, y los huéspedes eran bastante
más jóvenes que nosotros y su noche era muy joven y bajaban por
aquellas escaleras haciendo temblar los techos bajo los que
dormíamos. Parecía que de un momento a otro alguna tabla se iba a
quebrar. Recuerdo depertarme y ver a Yona despierta, y a Yonia
también, y pensar en qué hacíamos y escuchar a los Yonis en la
habitación de al lado hablar, estábamos todos despiertos, bien
despiertos y aguantamos, y al final Yon se fue a hablar con el
recepcionista, y la cosa no se calmó nada, y entonces volvió a ir,
esta vez bastante cabreado, y entonces se calmó algo, no mucho, pero
algo.
¿Qué esperábamos de una noche así? Pues no otra
cosa, y menos donde estábamos.
Y así fue nuestro primer día.
Por fin pasó
la noche y en el nuevo día la cosa fue más tranquila.
Hacía una tarde preciosa y el paseo hasta llegar a la
fábrica Guiness fue de lo que más me gustó, anduvimos mucho y por
lugares muy diferentes a lo que habíamos visto hasta ese momento.
Y llegó la noche y había que cenar. Pasamos por varios
restaurantes y nos llamó la atención un restaurante georgiano.
-
¿Y aquí...? Éste es georgiano.
- ¿Meternos en un restaurante georgiano en Dublín?
Miramos en la entrada la carta.
- No se entiende nada pero tiene buena pinta.
- Pues vamos a meternos...
Y dicho y hecho.
Estaba en un primer piso y desde la calle se veía
coqueto con sus cristaleras hasta el suelo y con sus visillos, tras
los que se veían las siluetas de las mesas y la luz, la luz
amarillenta pero alegre.
El interior era relativamente grande, no recuerdo bien
pero habría quizá quince mesas, no sé. Nos mostraron la carta y
pedimos a lo loco porque no sabíamos lo que era nada y cuando vino
la comida pues nos la empezamos a comer, y digo nos lo empezamos a
comer porque, a todo esto, uno de los dueños del local que servía
también las mesas, hizo una llamada de atención a los presentes
golpeando con una cuchara un vaso de cristal: el jefe había tenido
un hijo por la mañana y nos lo querían anunciar, estaban muy
contentos. Pues muy bien, alguna gente que debía conocerlos gritaron
con júbilo y aplaudieron y nosotros pues aplaudimos también.
Y entonces corrieron dos o tres mesas de alrededor e
hicieron un hueco y quitaron la música y se hizo un silencio. Todos
estábamos expectantes. Se quitaron los uniformes, el delantal y
demás y empezó a sonar otra música, una música folk y comenzaron
a bailar, a bailar como los cosacos, como cosacos, sí.
სუხიშვილები ცდო Georgian National Ballet Sukhishvili Tsdo
Ni qué decir que estabamos atónitos de ver a aquellos
cuatro o cinco hombres bailar de aquel modo, y lo hacían
verdaderamente fenomenal. Todos hacíamos palmas a su ritmo.
Y Yon bailaba en la silla. Lo sacaron a bailar y él
salió, vaya que sí. Entonces nos hicieron un gesto a los demás de
que nos sumáramos, cosa que estábamos deseando hacer pero
esperábamos prudentes su invitación. Bueno, salimos; uno a uno
fuimos saliendo animando a los otros a que hicieran lo mismo hasta
que salimos todos los del grupo. Y, ¿qué hacíamos nosotros
bailando con esa música? Pues lo que podíamos. Y entonces la música
cambió: visto y no visto retiraron todas las mesas a los rincones e
invitaron a todo el mundo a que se sumara, y no tardaron, no, a los
pocos segundos estaba todo el bar en pie bailando ¡Boney M!
Nosotros
nos mirábamos divertidos, sin decir nada, riendo y disfrutando el
momento, nadie se acordaba de la sopa y de todo lo demás. Y sonaron
más temas de Boney M, de Gloria Gaynor, de Village People, etc. y mientras pasaba todo aquello y pegábamos botes, en uno
de tantos giros vi la cristalera y como si de un imán se tratase,
me dirigí hacia aquella gran ventana y miré a través del cristal
la noche con sus luces. Fue un instante, pasó en muy poco
tiempo exterior,
me detuve un poco más ahí, y luego volví a sentir a mis amigos y
al resto de mis congéneres y la música y todo lo demás, y retomé
el baile.
Acabó la música y los jefes nos agradecieron nuestra,
no sé, alegría, y nosotros a ellos.
Entonces se pusieron otra vez sus uniformes y fueron colocando las
mesas en su sitio y en un abrir y cerrar de ojos aquello estaba
ordenado y todos tomábamos nuestras sopas.
Un músico con un violín comenzó a tocar. Nada que
ver, era triste. Aparecieron nuevos comensales, que no podían
imaginar ni de lejos el lío maravilloso que se había formado unos
minutos antes. Yo pensé en qué cosas no pasarán en los sitios diez
minutos antes de que aparezcamos en alguna parte. Pero nuestro sino,
pienso ahora, es vivir los minutos que el universo nos tiene
asignados a cada uno, ni los de antes ni los de después.
Y acabó la cena y volvimos a nuestro alojamiento, y por
el paseo comentábamos entusiasmados lo que habíamos vivido y yo le
decía a Yonia: “ Y...¿cómo le vamos a contar esto a nadie? Y
ella se encogió de hombros sonriendo.
Y día siguiente salimos de la ciudad y fuimos de paseo
y al mar.
Fuimos a varios sitios de los alrededores y llegamos un
pueblo, cuyo nombre no recuerdo, a comer.
Dimos un paseo por un barrio residencial, aunque ya no
sé si era el mismo lugar o no. Yona iba completamente entusiasmada
mirando y tomando fotos de las especies vegetales autóctonas,
deteniéndose aquí y allá, me decía que algunas de ellas sólo las
había visto en las fotos de los libros, disfrutaba: “esto es una
orquídea no sé qué... y esto un helecho no sé cuántos...”
Por la noche, a la vuelta, dimos un pequeño paseo algo
errático, seguía haciendo un frío espantoso y un viento helado del
demonio que nos hacía volvernos de espaldas de vez en cuando, las
zonas abiertas y las esquinas eran temibles, el viento te hacía
andar más deprisa, te empujaba. Y ellos, los irlandeses y las
irlandesas, en mangas de camisa, y no eran casos aislados. Parábamos
aquí y parábamos allá, haciendo tiempo y en esas entré a un pub
un momento, andaban subidos en las mesas, sobre todo las chicas, nos
quedamos con ganas de entrar un rato a aquel sitio, habíamos estado
buscando algo así pero debíamos ir al albergue, recoger y dormir.
Y
llegó el último día. Volábamos por la tarde. Por la mañana
paseamos por la calles comerciales de la ciudad. Y esta vez estaban
abiertas las tiendas, no las de souvenirs, sino las tiendas, y pasé
por una zapatería (la reconocería) y miré el escaparate, y los
hice esperar pero es que había zapatos distintos, diferentes a lo
que yo conocía porque era una tienda
local, quiero
decir, de ésas que tiene objetos no globalizados, que llevan la
marca de la tierra, así que entré y me compré unos zapatos, y
mereció la pena (para mí, claro) porque son mis zapatos de fiestas
y ceremonias, los únicos zapatos que puedo llevar horas y horas y
con los que se puede bailar todo lo que haga falta. Y encima son
bonitos, o a mí me lo parecen, raros pero bonitos.
Me los pongo pocas veces para no gastarlos, los tengo
como oro en paño y me recuerdan, además de las cosas vividas aquí,
las cosas vividas allí.
Seán o duibhir á Ghleanna