sábado, 12 de agosto de 2017

Bípedos sin plumas

Íbamos hablando de esto y de lo otro una tarde de verano por el paseo de la playa.

Mi, no sé cómo llamarlo porque no era amigo, no había dado tiempo, ni dio, para considerarnos así, en fin, aquel chico que había conocido ese mismo mes y al que veía alguna tarde al encontrarnos por ahí, bueno, mi extraño amigo y yo hablábamos un poco de todo, de las preferencias en esto y en aquello, de los hobbys, en definitiva, de las cosas que se hablan en la adolescencia (y también después).
Me dijo que una de sus aficiones era el alpinismo, y entonces me contó que una vez al anochecer, con la noche que amenazaba ya del todo y en mitad de la montaña, se vio en un aprieto terrible. Ya antes, otro día, me había dicho que era ateo con frialdad y orgullo. No es que me extrañara yo del ateísmo, no, pero yo entonces era muy creyente, no muy católica, pero sí bastante cristiana, sin entenderlo mucho (ni poco) creía en la Trinidad.

Bueno, pues me confesó que ese día, en un momento que estaba cerca del vacío, en un momento al borde de algo, en el que supo y sintió que su vida peligraba, pues que creyó en Dios: “¡Vaya si se cree en Dios ahí arriba cuando te ves en una de esas, ahí arriba no eres ateo!” exclamó en un tono de excitación total como si se estuviera viendo en aquella situación en ese mismo instante. Yo lo escuchaba con atención, nunca me había visto en un trance así. Esto sí que me impresionó. Y ni rastro de aquella orgullosa frialdad.

Pues yo no me vi en una situación como esa hace un poco de tiempo pero sí que tuve mis cosillas con el Cielo.



 
Estábamos en el avión. Llevaba retraso, por fin accedimos al aparato. Íbamos muy cansadas las dos, pero por lo menos ya estábamos allí sentadas, ya no era cosa nuestra.




Pues no despegaba, allí estaba parado, calentaba motores pero poco, y así bastante rato. Se desplazó finalmente, se tiró otro tiempo en este segundo lugar; volvió a desplazarse, ésta vez se dirigió ya hacia su pista de despegue. Bueno, transcurrió entre media hora y tres cuartos de hora. Yo quería relajarme ya, que despegara de una vez. Pues me fui poniendo nerviosa, ya lo estaba de antes, en realidad había dormido tres horas y el día había sido una locura, qué digo el día, el mes entero. Pues el cansancio no ayudaba así que en aquel retraso me dio tiempo a ponerme nerviosa, no mucho, pero al final ya sí, y notaba que Violeta también estaba impaciente. También era de noche.

Pues visto y no visto, el avión, en muy muy poco tiempo, realmente repentina y bruscamente, pasó de la quietud desesperante a los ruidos y movimientos propios del despegue que fueron muy rápidos y muy estruendosos, y casi en nada de tiempo nos vi ya a punto de dejar el suelo, la tierra, y el aparato comenzó a ascender y entonces me sorprendí a mí misma en una plegaria, me sorprendí implorándole al Cielo “Déjame volver, quiero volver, déjame volver”.

  
El avión pronto estuvo arriba, y luego vendría el océano. “Mejor no pensarlo”, me dije.

 
Me gusta despegar, me da un poco de yuyu pero me gusta despegar, lo que no me vuelve loca son los aterrizajes, no, no me entusiasman. No pensé mucho más en esto, recuerdo decirme a mí misma todo de eso de que las estadísticas en los aviones son fantásticas y también decirme, intentando acallarlo pero que se oía, vaya que si: “sí, pero ésta puede ser la excepción... espero que nos joroben... venga anda, tranquilízate”. Bueno.
El vuelo transcurrió y fue movidito, con sus turbulencias. Vale.


Y luego amaneció







  Y después lo demás.








domingo, 19 de marzo de 2017

Verde y blanco






 - El puente de San José podríamos aprovecharlo e ir a alguna parte - dijo algún yoni.
Quien fuera tenía pensado Dublín.
- Entonces, ¿Irlanda?

Cogimos el avión desde San Javier, estaba todo lleno de giris .
Aterrizamos.
Y nos fuimos a dar una vuelta.







Y allí había un lío de mil demonios.


Verde: la gente vestía de verde, iba pintada de verde, los adornos eran verdes, aquello era una gran masa verde.
Era la festividad de St. Patrick, y yo no sé los demás, pero me parece que estaban igual de atontados y alucinados que yo, que yo supiera nadie sabía que nos íbamos a encontrar con aquello, pero así fue: ríadas y ríadas de gente y tréboles por todas partes, un follón de miedo.


Pues nos apuntamos, despistados y atontados pero nos apuntamos, o nos apuntaban, las dos cosas, porque allí te paraban y te tatuaban un trébol o te pintaban la cara en menos que canta un gallo.

El escándalo era muy considerable, en algunos momentos magnífico: sonidos de todas clases por aquí y por allá yuxtaponiéndose y fundiéndose: una carroza llevaba una música, y la siguiente, otra, y a todo volumen, a todo, y no te daba tiempo a discriminar. Estaba muy bien.


Pasamos por bastantes establecimientos abiertos, los extranjeros comprábamos recuerdos.

- ¿A dónde vas?
- A la tienda esa, me apetece tener una camisesta.
- ¿De esas de souvenir?
- Pues sí.

Y me compré una camiseta de Leprechaun y tréboles.

Y llegó la noche y nos fuimos al albergue.
Entonces las tres fumábamos y nos salíamos fuera a la puerta a fumar un cigarro, y ¡qué frío hacía! ¡qué frío! Tiritábamos, pero todo fuera por echar un cigarro, que no sólo es nicotina, sino pararte un poco, no sé muy bien a qué, sola o con compañía.

El lugar era bonito, había mucha madera, y los huéspedes eran bastante más jóvenes que nosotros y su noche era muy joven y bajaban por aquellas escaleras haciendo temblar los techos bajo los que dormíamos. Parecía que de un momento a otro alguna tabla se iba a quebrar. Recuerdo depertarme y ver a Yona despierta, y a Yonia también, y pensar en qué hacíamos y escuchar a los Yonis en la habitación de al lado hablar, estábamos todos despiertos, bien despiertos y aguantamos, y al final Yon se fue a hablar con el recepcionista, y la cosa no se calmó nada, y entonces volvió a ir, esta vez bastante cabreado, y entonces se calmó algo, no mucho, pero algo.
¿Qué esperábamos de una noche así? Pues no otra cosa, y menos donde estábamos.
Y así fue nuestro primer día.
Por fin pasó la noche y en  el nuevo día la cosa fue más tranquila.






Hacía una tarde preciosa y el paseo hasta llegar a la fábrica Guiness fue de lo que más me gustó, anduvimos mucho y por lugares muy diferentes a lo que habíamos visto hasta ese momento.





Y llegó la noche y había que cenar. Pasamos por varios restaurantes y nos llamó la atención un restaurante georgiano.

- ¿Y aquí...? Éste es georgiano.
  • ¿Meternos en un restaurante georgiano en Dublín?

Miramos en la entrada la carta.
  • No se entiende nada pero tiene buena pinta.
  • Pues vamos a meternos...
Y dicho y hecho.

Estaba en un primer piso y desde la calle se veía coqueto con sus cristaleras hasta el suelo y con sus visillos, tras los que se veían las siluetas de las mesas y la luz, la luz amarillenta pero alegre.

El interior era relativamente grande, no recuerdo bien pero habría quizá quince mesas, no sé. Nos mostraron la carta y pedimos a lo loco porque no sabíamos lo que era nada y cuando vino la comida pues nos la empezamos a comer, y digo nos lo empezamos a comer porque, a todo esto, uno de los dueños del local que servía también las mesas, hizo una llamada de atención a los presentes golpeando con una cuchara un vaso de cristal: el jefe había tenido un hijo por la mañana y nos lo querían anunciar, estaban muy contentos. Pues muy bien, alguna gente que debía conocerlos gritaron con júbilo y aplaudieron y nosotros pues aplaudimos también.

Y entonces corrieron dos o tres mesas de alrededor e hicieron un hueco y quitaron la música y se hizo un silencio. Todos estábamos expectantes. Se quitaron los uniformes, el delantal y demás y empezó a sonar otra música, una música folk y comenzaron a bailar, a bailar como los cosacos, como cosacos, sí.


                     სუხიშვილები   ცდო Georgian National Ballet Sukhishvili   Tsdo

Ni qué decir que estabamos atónitos de ver a aquellos cuatro o cinco hombres bailar de aquel modo, y lo hacían verdaderamente fenomenal. Todos hacíamos palmas a su ritmo.

Y Yon bailaba en la silla. Lo sacaron a bailar y él salió, vaya que sí. Entonces nos hicieron un gesto a los demás de que nos sumáramos, cosa que estábamos deseando hacer pero esperábamos prudentes su invitación. Bueno, salimos; uno a uno fuimos saliendo animando a los otros a que hicieran lo mismo hasta que salimos todos los del grupo. Y, ¿qué hacíamos nosotros bailando con esa música? Pues lo que podíamos. Y entonces la música cambió: visto y no visto retiraron todas las mesas a los rincones e invitaron a todo el mundo a que se sumara, y no tardaron, no, a los pocos segundos estaba todo el bar en pie bailando ¡Boney M!
 



Nosotros nos mirábamos divertidos, sin decir nada, riendo y disfrutando el momento, nadie se acordaba de la sopa y de todo lo demás. Y sonaron más temas de Boney M, de Gloria Gaynor, de Village People, etc. y mientras pasaba todo aquello y pegábamos botes, en uno de tantos giros vi la cristalera y como si de un imán se tratase, me dirigí hacia aquella gran ventana y miré a través del cristal la noche con sus luces. Fue un instante, pasó en muy poco tiempo exterior, me detuve un poco más ahí, y luego volví a sentir a mis amigos y al resto de mis congéneres y la música y todo lo demás, y retomé el baile.

Acabó la música y los jefes nos agradecieron nuestra, no sé, alegría, y nosotros a ellos. Entonces se pusieron otra vez sus uniformes y fueron colocando las mesas en su sitio y en un abrir y cerrar de ojos aquello estaba ordenado y todos tomábamos nuestras sopas.
Un músico con un violín comenzó a tocar. Nada que ver, era triste. Aparecieron nuevos comensales, que no podían imaginar ni de lejos el lío maravilloso que se había formado unos minutos antes. Yo pensé en qué cosas no pasarán en los sitios diez minutos antes de que aparezcamos en alguna parte. Pero nuestro sino, pienso ahora, es vivir los minutos que el universo nos tiene asignados a cada uno, ni los de antes ni los de después.

Y acabó la cena y volvimos a nuestro alojamiento, y por el paseo comentábamos entusiasmados lo que habíamos vivido y yo le decía a Yonia: “ Y...¿cómo le vamos a contar esto a nadie? Y ella se encogió de hombros sonriendo.

Y día siguiente salimos de la ciudad y fuimos de paseo y al mar.




Fuimos a varios sitios de los alrededores y llegamos un pueblo, cuyo nombre no recuerdo, a comer.
 


Dimos un paseo por un barrio residencial, aunque ya no sé si era el mismo lugar o no. Yona iba completamente entusiasmada mirando y tomando fotos de las especies vegetales autóctonas, deteniéndose aquí y allá, me decía que algunas de ellas sólo las había visto en las fotos de los libros, disfrutaba: “esto es una orquídea no sé qué... y esto un helecho no sé cuántos...”




Por la noche, a la vuelta, dimos un pequeño paseo algo errático, seguía haciendo un frío espantoso y un viento helado del demonio que nos hacía volvernos de espaldas de vez en cuando, las zonas abiertas y las esquinas eran temibles, el viento te hacía andar más deprisa, te empujaba. Y ellos, los irlandeses y las irlandesas, en mangas de camisa, y no eran casos aislados. Parábamos aquí y parábamos allá, haciendo tiempo y en esas entré a un pub un momento, andaban subidos en las mesas, sobre todo las chicas, nos quedamos con ganas de entrar un rato a aquel sitio, habíamos estado buscando algo así pero debíamos ir al albergue, recoger y dormir.



Y llegó el último día. Volábamos por la tarde. Por la mañana paseamos por la calles comerciales de la ciudad. Y esta vez estaban abiertas las tiendas, no las de souvenirs, sino las tiendas, y pasé por una zapatería (la reconocería) y miré el escaparate, y los hice esperar pero es que había zapatos distintos, diferentes a lo que yo conocía porque era una tienda local, quiero decir, de ésas que tiene objetos no globalizados, que llevan la marca de la tierra, así que entré y me compré unos zapatos, y mereció la pena (para mí, claro) porque son mis zapatos de fiestas y ceremonias, los únicos zapatos que puedo llevar horas y horas y con los que se puede bailar todo lo que haga falta. Y encima son bonitos, o a mí me lo parecen, raros pero bonitos.
Me los pongo pocas veces para no gastarlos, los tengo como oro en paño y me recuerdan, además de las cosas vividas aquí, las cosas vividas allí.



                                                                         Seán o duibhir á Ghleanna



lunes, 9 de enero de 2017

Amigos de cine

Pues en aquel salón en una esquina estaba el frigorífico y en otra la tele.

Me chiflaba el cine, no es que me gustara, es que me chiflaba: las comedias, los dramas, los musicales, todo.

A mi padre también le gustaba y había visto bastante cine así que cuando ponían una película por la noche, que entonces sólo había dos cadenas, pues muchas veces las había visto ya. Y esto era importante para mí porque en aquellos tiempos las películas eran calificadas con un rombo las que eran para mayores de catorce años, con dos rombos para los mayores de dieciocho años y el resto para todos los públicos.

Y yo tendría ocho, diez, doce años. Una jodienda.

Mi padre me dejaba ver aquellas que él consideraba que no tenían problema. Las de un rombo era prácticamente seguro que las iba a poder ver, no así con las de dos rombos, ahí me la jugaba y esperaba expectante, pero mucho, a ver que iba a pasar conmigo la noche de turno. Él lo sabía y me dejaba ver bastantes pero alguna vez no:“no, ésta no, ésta no, ya verás otra...” Y recuerdo llorar de la emoción cuando el resultado era un sí. ¡Madre mía! ¡Qué exageraica era! ¡Menudo trabajo tendría el pobre para decirme que no!

Y luego, ¡a disfrutarlas! Comentábamos las escenas, nos reíamos y de vez en cuando hacía comentarios de los directores y de los actores. Y yo por aquellos entonces, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, ¿qué iba a querer ser?: ¡pues actriz!




No recuerdo el momento en que nos conocimos, hablo de Gillermo, no de mi padre (perdón por la tontería). El primer momento que recuerdo de su persona fue bañándonos en una piscina una tarde de verano de hace muchísimo tiempo, yo tenía diecinueve años y charlabamos dentro del agua. Como yo no hacía pie estaba subida en una hilera de boyas intentando de todas las formas y movimientos posibles mantener el equilibrio a la par que hablábamos de esto y de lo otro. Estaba estudiando cine y entre sus proyectos estaba el dirigir cortos y películas:
  • ¿Me vas a sacar en una película? - le pregunté sin poderme resistir.
  • Sí - me contesto.
Y ya no pudimos seguir la conversación porque, definitivamente, perdí el equilibrio (y en qué momentito) y me caí de espaldas, hacia atrás, dándome un capuzón de lo más ridículo. Ay, señor.
Bueno, mientras estaba completamente sumergida en el agua me dio tiempo a que me diera vergüenza salir y a pensar en la cara con la que me encontraría a Guillermo cuando toda yo emergiera: “Ya veremos la cara que tiene éste ahora...”




Pues no, no se estaba riendo, tampoco estaba serio, estaba natural, educado, y yo le agradecí en mis adentros que no se riera de aquella escena que no era para otra cosa. Ahora sí que me río y, cuando alguna vez lo hemos comentado, él también, pero en ese momento, no, no se rió. Y seguimos con lo de la película pero no me acuerdo. Cómica, desde luego, digo yo que pensaría él y pienso yo, habría tenido que ser una película cómica a tenor de aquellos hechos.

Bueno. Luego nuestras familias veranearon en el mismo lugar, en El Pequeño Azul, y allí nos veíamos después de cenar que quedábamos para ir a bailar. No lo baílabamos todo, éramos un poco sibaritas pero desde luego, antes o después saltábamos a la pista; en el fondo esperábamos que el DJ pusiera a Bowie o a Madness, cuando escuchábamos los primeros sones nos faltaba tiempo para subir a aquella pérgola que hacía de pista de baile.

Y luego vinieron tiempos difíciles, complicados, y pasaron temporadas muy largas de todo tipo. Algunas temporadas vivía en la ciudad y otras no pero antes o después acabábamos viéndonos, junto con Moh y con Jazmín, fuera donde fuera. Y sigue siendo así.

Y hemos visto películas juntos, muchas, de todos los géneros y de todas las épocas y de directores muy diferentes. Veíamos esto y veíamos lo otro pero de vez en cuando nos dábamos el gusto de un superclásico, ahí no había problemas para decidir qué se veía aquella tarde: Howard Hawks, Lubitsch (que fue todo un maravilloso descubrimiento)....y John Ford. ¡Su John Ford! ¡Madre mía! y recuerdo hablar sobre El hombre tranquilo, y de decidir verla otra vez, porque yo no sé la de veces que cada uno la habría visto por su cuenta pero daba igual, así que un buen día nos la volvimos a zampar con devoción compartida. Y Kiarostami, y Woody Allen, de los que unos preferíamos unas y otros, otras pero al final había acuerdo, y de Rohmer, otro del que también nos vimos una cuantas en aquellos 90: que si El rayo verde - muy bonita pero mucho más aún, me parece, la novela, que leerla de primeras, sin saber nada, sin conocer la película, debe ser una maravilla, digo yo, y conociendo la película, también- que si los Cuentos, que se prestaban a la elección con aquello de las estaciones. Recuerdo Cuento de invierno, los personajes me parecían espantosos, por momentos eran más y más insoportables y, sin embargo, la película era tan alegre y tan bonita que se te olvidaba lo mal que te caían. Y más cuentos, está también en mi memoria una tarde que Guillermo apareció por casa con una película de un director japonés, Ozu, yo no lo conocía, la película era Cuentos de Tokio, qué preciosidad.





Ya no veo cine. Se llevaron las salas a las afueras, a los centros comerciales. ¡Puf! Y las poquísimas que dejaron sólo aguantan las películas unos días. Y el estrés de la puñeta. Tampoco me han vuelto loca las pocas películas que he visto de los últimos tiempos, en realidad de hace varios años, pero hay cosas que están muy bien. Ea, estaría bien volver a la antigua pasión. No lo entiendo, hay épocas, a veces enormemente largas, en las que, y hablo por mí, se abandona el leer, el escuchar música, el cine o lo que sea. La verdad es que todo esto forma parte de la vida, la vida se reduce mucho sin ello: “actuamos como si fuésemos eternos” me dijo un día Alfonso, ya sé que me pongo demasiado trascendente pero es la frase que me ha venido a la cabeza, yo me creo que en cualquier momento voy a sacar tiempo y voy a “ponerme al día” con todas estas cosas. ¡ Jolines, sí!

Un día le dije a Guillermo: “Hazme una lista de los diez libros, los diez discos y las diez películas que más te han gustado” y pensé en hacer lo mismo con el resto de amigos. Creo que voy a reducir el número a cinco, la selección será magnífica, eso ahorra mucho y es un disfrute compartir lo que más han disfrutado ellos.

Pues este mes de julio vino a la ciudad. Y fui a verlo a casa de nuestros familiares; llegué tarde y con sueño, él atendía sus quehaceres y yo hojeaba un catálogo que había traído de una exposición que había visto en Madrid. Me llamó la atención una pintura, el rostro allí plasmado, y se lo dije, y entonces empezó a hablarme del autor, y luego de otros, y lo mismo saltamos de la pintura a la literatura que al revés, y yo le preguntaba y me sintetizó fantásticamente bien el naturalismo, el costumbrismo y otros movimientos artísticos. Mientras él hablaba yo recordaba (ya se me ha vuelto a olvidar), asimililaba cosas nuevas y seguía preguntado. Hablábamos como la gente lo hacía antes, sin prisas, plácidamente.



                                         Fragmento de «San José carpintero», Georges de La Tour


- ¿Te quedas a comer?
-  Sí. 

Y, ¡Madre de Dios!, ¡para qué hablaríamos de política! Discutimos y discutimos, pero yo no podía discutir, él me decía que argumentara, y mi cabeza, entre la cerveza, la comida y el sueño, estaba embotada, él sí estaba espabilado, bastante. Bueno, discutíamos pero al final queríamos lo mismo.





Seguimos con la discusión más o menos, está bien salirse uno de su cabeza, otros puntos de vista, está bastante bien.

Volvió en el otoño, trajo regalos para todos y salimos a merendar por ahí. Hablamos de música y de conciertos y yo me acordé de la narración que él, una tarde de vaya usted a saber cuándo, realizó, una narración que se me quedó grabada. Se trataba del concierto que los Rolling dieron en Madrid en 1982, lo contaba con entusiasmo, con emoción en la voz y con brillo en los ojos y decía que era una tarde que amenazaba tormenta, una gran tormenta, y que la tormenta cayó, y que le pilló ya a todo el mundo en el estadio: cortinas de lluvia, gente por todas partes eufórica, rayos y truenos violentos, una luz fabulosa, sí, eso decía, el cielo espectacular y el escenario allí en medio, y cada cual, y eran muchos, cobijándose dónde podían o calándose directamente hasta los huesos. Y el concierto no se suspendió, en medio de aquella luz espectacular y bajo aquel cielo, aparecieron Los Rolling. Decía que no se le olvidaría jamás, que no había visto cosa igual en su vida, que el conjunto era sublime. Se lo recordé.
  • ¿Tocaron alguna del Aftermath? - le pregunté.
  • Sí, comenzaron el concierto con...
  • ¡¡¡No me digas!!!